MARGARITAS DORADAS.
Llevo dos horas sumergida en el libro de Historia Antigua sin entender del todo los líos políticos del Imperio Romano. Mis pensamientos hace ya un buen rato que han abandonado Roma y ahora se pierden mas allá de la ventana de mi habitación, mientras escucho como música de fondo el radio casete de mi abuela que a pesar de ser mas viejo que yo aún lo es suficientemente enérgico como para hacer que el Canto a la libertad inunde la casa con toda su fuerza.
Es media tarde y debería de seguir estudiando, pero el sol de finales de abril me invita a aparcar los libros, coger la bicicleta y dar un paseo por los montes que rodean mi pueblo. Sin pensarlo dos veces me despido de mi abuela, que sigue escuchando música mientras cose, y salgo corriendo escaleras abajo sin que la pobre mujer tenga tiempo de preguntar a dónde voy. Me lanzo sobre la bici y empiezo a pedalear calle arriba. Atravieso la nueva urbanización hasta coger un estrecho camino de tierra que se adentra en el bosque. Sigo pedaleando sin parar, como si fuera el mismísimo Marco Pantani, hasta llegar a la cima de Puigsec. Dejo mi bicicleta apoyada junto a esta gran cruz de piedra que recuerda desgracias de otros tiempos y aprovechó para disfrutar de unas vistas privilegiadas sobre las casas que a estas alturas de la primavera empiezan desperezarse después de un largo invierno y exhiben su mejor cara gracias al verde de los numerosos campos de trigo que hay a su alrededor. A los pocos minutos ya estoy otra vez encima de la bicicleta para seguir camino hacia el Monte de los Iberos, uno de los parajes mas bellos de la Sierra de las Guillerías adonde me gusta subir a menudo para pasar un rato sentada entre los restos del Pueblo Ibérico e imaginar cómo debía de ser la vida cotidiana de nuestros antepasados. Una vez más, llego al poblado fatigada por la dureza de la última cuesta, con ganas de descansar bajo la sombra del viejo roble, en el que de niña me había subido infinidad de veces.
Mientras trato de recuperarme del esfuerzo me llaman la atención dos extrañas margaritas de pétalos dorados de un tamaño similar al de estas setas venenosas que salen en otoño. En mis múltiples subidas al Monte de los Iberos jamás me había percatado de la existencia de este peculiar vegetal y no es precisamente que dos flores doradas pasen desapercibidas entre la vegetación que por esta época del año inunda el bosque. La curiosidad me lleva a recoger una de las flores y examinarla detenidamente para llegar a la conclusión de que estoy ante una especie totalmente desconocida para mí. Después de observarla por todos lados me decido a tirar de sus pétalos que para mi sorpresa desprenden una fragancia extremadamente dulce, tan dulce que me hace perderle la cara a la realidad adentrándome en un sueño de suavidades comparable a la fragancia de mi margarita hasta que un gran trueno hace que despierte apoyada en los despojos de un árbol que parece moribundo.
Me levanto sobresaltada y observo con estupor el extraño paisaje que hay a mi alrededor. Guardo la margarita dorada, que aún sigue entre mis manos en el bolsillo, y la guardo aunque sé que la singularidad de lo que tengo a mi alrededor supera con creces a una “simple” margarita con pétalos llamativos. Ante mis ojos se encuentra una gran extensión de arena en la que sobresalen algunas lometas pedregosas que dibujan un paisaje parecido al de Los Monegros, solo que aquí no parece haber ninguna viña ni ningún agricultor dispuesto orientar a los forasteros despistados que lo necesiten ni tampoco esta mi padre para contarme las curiosidades de su tierra. En medio de tal cantidad de piedra y arena solo parecen sobrevivir unos matorrales idénticos a la famosa hierva de camello que trae de cabeza a los participantes del Rally Dakar. Hace un calor sofocante y el cielo está totalmente cubierto amenazando tormenta aunque el paisaje que tengo delante me dice que lleva mucho tiempo sin probar la lluvia. Mientras mi cabeza empieza a llenarse de interrogantes, ¿dónde estoy? ¿Cómo he llegado hasta aquí?, vuelve a sobresaltarme otro trueno. Con este panorama más me vale hacer frente al temblor de mis piernas e intentar buscar un refugio donde protegerme de la tormenta que se avecina. Doy otro vistazo a mi alrededor y me doy cuenta de que no hay ni rastro de mi bicicleta así que no me queda otra que empezar a andar en busca de algún cobijo, sin entender qué es lo que me ha pasado y qué demonios estoy haciendo en medio de un paisaje tan agreste. Sigo andando un buen rato entre arena y matorrales hasta llegar al pie de una lometa coronada por una gran mole de piedra.
Con las pocas fuerzas que me quedan decido subir a lo más alto de la pequeña montaña con la esperanza de divisar algún refugio que me proteja de un cielo malhumorado que no acaba de decidirse a descargar toda su furia. Desde la cima de la lometa se observa con más claridad la dureza de un desierto que no parece tener fin. En medio de tanta arena y tanta piedra me sorprende ver las ruinas de un poblado que se alza justo bajo la lometa en la que estoy situada. Mi cabeza empieza a funcionar a toda velocidad, me asaltan las dudas, la estructura del poblado me resulta familiar pero no puede ser, éste no puede ser mi pueblo. La idea de que estos puedan ser los restos del pueblo en el que me he criado me horroriza, me doy la vuelta con lágrimas en los ojos y me doy de narices de narices con el bloque de piedra que he visto desde la falda de la montaña antes de empezar a subir. Trato de recuperar la calma para observar detenidamente lo que parece una gran cruz cubierta parcialmente de arena y desgastada por la acción del viento. La imagen del monumento en forma de cruz que se alza en la cima de Puigsec y me vienen a la cabeza de repente dos curas fallecidos durante la Guerra Civil como un mazazo: ésta puede ser la prueba definitiva de que este montículo pelado es lo único que queda de la montaña de Puigsec y estas cuatro piedras amontonadas que hay debajo son los restos de mi pueblo. Vuelvo a sentarme al pie de la cruz sin poder hacer nada para reprimir las lágrimas que caen sobre esta tierra extremadamente seca.
No consigo entender qué es lo que le ha pasado a mi mundo pero tengo clarísimo que esta maldita margarita dorada que aún tengo en el bolsillo ha tenido algo que ver. Sin poder dejar de llorar rescato la flor del bolsillo y termino de deshojarla descargando así toda mi rabia. La dulce fragancia que desprenden su pétalos vuelve a sorprenderme y me sumerge en un sueño extremadamente profundo del que me rescata el sonido de un motor.
Despierto apoyada en el tronco de un roble que me protege con su sombra del sol del atardecer. Mientras observo asombrada cómo el Monte de los Iberos vuelve a estar repleto de vegetación, el rum rum que me ha despertado se hace mas próximo hasta que veo aparecer por el camino de tierra que sube del pueblo un todo terreno azul que conduce mi padre. El coche se detiene frete al plafón informativo que hay nada mas llegar al Poblado Ibérico. Mi padre desciende con cara de pocos amigos y viene directo hacia mí. Recoge silenciosamente la bicicleta que sigue tumbada a mi lado, la introduce en el maletero y me hace subir al coche.
Me acomodo en el asiento del copiloto y retomamos el camino de vuelva a casa. Después de unos minutos de silencio, justo al pasar por delante de la cruz de piedra que corona el monte de Puigsec, el enfado de mi padre estalla y empieza a echarme una bronca de las que hacen historia por pasarme toda la tarde con la dichosa bicicleta sin dar señales de vida. Mi padre me cuenta a gritos que mi madre y mi abuela han pasado mucha angustia al no saber nada de mi paradero durante toda la tarde. Al llegar del trabajo y ver que estaba anocheciendo y yo seguía sin regresar a casa, se ha decidido a subir al Poblado Ibérico deseando encontrarme allí matando el tiempo como tantas otras veces . A pesar del temporal que cae sobre mí y el que caerá cuando lleguemos a casa, en mi rostro se dibuja una amplia sonrisa al ver que los montes de les Guillerias y mi pueblo vuelven a estar tan vivos y verdes como de costumbre. Entre las vibraciones de los baches que hay en el camino de tierra de regreso al pueblo, mi padre sigue con su sermón pero yo, lejos de escucharle, no puedo dejar de pensar en lo que he vivido esta tarde, mientras sigo observando a esta pequeña margarita de pétalos blancos que guardo en la mano.
dijous, 22 de maig del 2008
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